sábado, 18 de agosto de 2007

VIAJE DE UNA HOJA AL SUELO

Azul fue el último tinte del amanecer, el cual se extendió - sólo como él - sobre las hierbas y las ciudades de los hombres; encima de las pupilas húmedas de los ciervos, envolviendo a los pájaros.
Allí, abrazada por ese azul, cantaba sus canciones amarillas una hoja de boldo. Sin cesar. Día y noche. Amada por la luz del sol y de la luna, besada por la lluvia de otoño.
Hasta que una tarde, cuando mi perro dio sus cinco vueltas despeinando la sombra sobre el tapiz ocre y rosado de la hojarasca, ella inició su viaje, bajando el río del aire, hacia el suelo.
Sus pies lanzó hacia mi cuaderno que se abría, albo, entre las verdes y grises filigranas tendidas en el pecho grácil de la colina y su cabeza puso más abajo que sus pies; y, así, confiada, esperó que la acunara la ola de la brisa, y, sin ese temor que todos nosotros tenemos al caer, ella fue descendiendo las gradas de la luz en la cumbre de esa arcada, en un vaivén magnífico ante mis ojos extasiados.
Hasta que ella llegó al suelo, junto al hijo raro de la tempestad, el sereno honguillo del bosque y, allí se quedó con él, temblorosa y riente, desnuda y pálida, con sus grandes ojos.
Y, sin grandes complicaciones, como las tejeduras de los astros en los caminos siderales, dejó su cuerpo descansar entre los festones olorosos que la acogían, hasta que, como todas las hojas de este mundo, se dispuso a dormir, tapándose con su túnica color azafrán.
Sin duda, cuando despierte, se encontrará de nuevo en la copa de su árbol, por el misterio de los misterios, llevada allí por las manos del Padre, que tomará cada pequeñita partícula de ella con delectación y amor infinito;
y, plena de alegría nueva, comenzará otra vez a libar las leches y perfumes que le encantan.
Quilpué, 26 de Mayo de 1994.

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